Aquí estoy sentada, en nuestro bar, esperando que entres por la puerta y ocupes el sitio vacío, que aunque tú tengas cosas mejores que hacer, yo no. Los cuadros que decoran el lugar, aquellos que tantas veces miramos juntos,
me miran como interrogándome, como preguntándome a gritos dónde está
esa sonrisa que me acompañaba cuando tú también lo hacías. O tal vez sus rostros pregunten por ti, igual que mi corazón, igual que cada canción que suena en mis discos, igual que el inocente camarero que ha seguido inconscientemente con su costumbre de poner dos pajitas en la bebida. Una de las que se doblan, para mí, que siempre fui una niña y una de las normales para ti, el mayor de los dos. Y esa pajita también me mira, expectante, quiere tus labios al igual que yo los quiero sobre los míos, en mi mejilla,
en el pelo. Todo pregunta por ti sin hablar, y yo no sé responder, ni mirar, ni caminar desde que no estás. Solo sé escribir, y sin éxito, pues no nos engañemos, un bolígrafo puede hacer muchas cosas buenas, pero qué me va a recordar más a ti que la tinta negra escribiendo, con letra pequeña, ese gesto que tenías al retirarte el pelo negro de la cara o la primera vez que tiraste de mi brazo para llevarme junto a ti. O tal vez por lo que pregunten todas estas cosas y personas, aquello por lo que pregunta mi vida a día de hoy, sea por mi coherencia. ¿Quién dejaría ganar a un corazón enamorado sin darse cuenta de que es como pedir a un psicópata que dispare? Y por mucho que me termine la bebida de un sorbo y tire tu pajita lejos, sé que esa persona que sigue dejando ganar a su corazón, soy yo.
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